Daniel Carlat y la Alianza entre la Psiquiatría y la Industria Farmacéutica – Infocop 18/06/13
Daniel Carlat, conocido psiquiatra de EE.UU., en su obra titulada Unhinged:
The Trouble with Psychiatry – A Doctor´s Revelations About a
Profession in Crisis (Los trastornados: El problema con la psiquiatría –
las revelaciones de un médico relacionadas con una profesión en
crisis), aporta un interesante punto de vista sobre las causas y
consecuencias de la incorporación de los psicofármacos en la
psiquiatría.
Con una asombrosa mirada crítica hacia
la profesión a la que pertenece, Carlat explica los intereses que
impulsaron el cambio en la conceptualización de los trastornos mentales,
en la década de los 80, hacia un modelo exclusivamente bioquímico, así
como la nefasta influencia que ha supuesto la industria farmacéutica en
la práctica de la psiquiatría. Según detalla en su libro, estamos
inmersos en una época que él denomina como “el frenesí de los diagnósticos psiquiátricos” y que se evidencia en la constante incorporación de nuevos trastornos mentales
en cada edición del DSM (manual de la Asociación Americana de
Psiquiatría que establece los criterios de diagnóstico para todos los
trastornos mentales), y en el increíble aumento de diagnósticos de enfermedad mental,
no sólo en adultos, sino, lo que es más grave, en niños adolescentes,
con el consiguiente uso generalizado e indiscriminado de psicofármacos
en estas edades, a pesar de los graves riesgos que conllevan.
1. Los intereses que motivaron el cambio de paradigma en la consideración de los trastornos mentales.
Carlat reconoce que la historia de la psiquiatría experimento un notable cambio tras la introducción de los psicofármacos en la década de 1950
y su posterior expansión en la década de 1980. Hasta esa fecha, la
psiquiatría mostraba poco o escaso interés en los aspectos biológicos de
la enfermedad mental. Por el contrario, se suscribía a la concepción
freudiana de que la enfermedad mental tiene sus raíces en conflictos
inconscientes, por lo general, desarrollados en la etapa infantil.
En el momento en que se lanzaron al
mercado los psicofármacos, apoyados en la idea de que el trastorno
mental está causado principalmente por un desequilibrio químico en el
cerebro que puede ser corregido, esta teoría empezó a ser ampliamente
aceptada por los medios de comunicación, el público general y la
profesión médica.
No obstante, Carlat considera que los esfuerzos realizados para cambiar el paradigma de la psiquiatría hacia un modelo bioquímico,
fueron deliberados y promovidos por diferentes agentes que se
beneficiaron de este cambio, situando en el punto de mira a la
Asociación Americana de Psiquiatría y a las compañías farmacéuticas,
pero también a otros grupos de interés.
La psiquiatría estaba especialmente
interesada en introducir el modelo bioquímico de la enfermedad mental,
explica CarlaT, ya que la medicalización de la psiquiatría que este
modelo defendía, situó a esta rama de la medicina a la altura del resto
de especialidades médicas, identificándola, sin lugar a dudas, como una disciplina científica.
Además, los psiquiatras, al ser doctores en medicina y representar la
autoridad legal para la prescripción de psicofármacos, pasaron a ocupar
el primer puesto en la intervención de la enfermedad mental – relegando a
otros profesionales dedicados a la intervención en salud mental a
puestos auxiliares -. Con la introducción de los psicofármacos, los
psiquiatras comenzaron a referirse a sí mismos como “psicofarmacólogos”,
mostrando menos interés en la exploración de las historias de vida de
sus pacientes y centrando sus actuaciones en eliminar o reducir los
síntomas mediante medicamentos capaces de alterar la función cerebral.
Este cambio coincidió en el tiempo con el proceso de elaboración de la tercera edición del DSM
por parte de la Asociación Americana de Psiquiatría. Tal y como narra
Carlat, el responsable de la coordinación de este proyecto, Robert Spitzer,
se propuso que ese manual representase “una defensa del modelo médico
aplicado a los problemas psiquiátricos”, a diferencia de las dos
anteriores ediciones del DSM, publicadas en 1952 y 1968, que reflejaban
la visión freudiana de la enfermedad mental y eran poco conocidas fuera
del ámbito de la psiquiatría. Esta tercera edición del DSM introdujo, de
esta manera, un nuevo modelo para establecer el diagnóstico de la
enfermedad mental, con la finalidad de dar consistencia (o “fiabilidad”)
a este proceso, es decir, asegurarse de que diferentes psiquiatras que
vieran al mismo paciente mostrarían su acuerdo en el diagnóstico. Para
ello, cada trastorno mental fue definido sobre la base de una lista de
síntomas y se determinó un umbral numérico (por ejemplo, 5 síntomas de
una lista de 10) para asignar el diagnóstico al paciente. Este proceso
de decisión fue determinado por grupos de expertos. En palabras del
propio presidente de la Asociación Americana de Psiquiatría en aquel
momento: con el DSM-III se pretendía “dejar claro, a cualquiera que tuviera dudas, que la psiquiatría es una especialidad médica“.
El DSM-III, además de suponer un importante “lavado de imagen” de la psiquiatría, se desarrolló, tal y como argumenta Carlat, para justificar el uso de fármacos psicoactivos. La presidenta de la APA del año pasado, Carol Bernstein,
lo reconoció de hecho: “fue una medida necesaria en la década de 1971″
(….) “para facilitar la concordancia diagnóstica entre los médicos,
científicos y autoridades reguladoras, dada la necesidad de ajustar los
pacientes a los tratamientos farmacológicos de reciente aparición”.
Gracias a estos cambios, el DSM-III se
convirtió en la “Biblia de la psiquiatría”, comenzando a universalizarse
su uso en todos los ámbitos: comunidad de psiquiatras, compañías de
seguros, hospitales, tribunales, prisiones, escuelas, equipos de
investigación, agencias gubernamentales y otros colectivos médicos”.
Sin embargo, el desarrollo del DSM-III
(y de las posteriores ediciones de este manual) no ha estado exento de
polémica. Spitzer recibió críticas por situar en el grupo de trabajo del
DSM-III exclusivamente a psiquiatras que “estaban de acuerdo con él”
(tal y como el propio Spitzer manifestó a los medios) y recibió quejas
sobre las pocas reuniones que convocó y su forma de trabajar poco
coherente y prepotente. En un artículo de 1984 titulado “Las desventajas
del DSM-III son mayores que sus ventajas” (The Disadvantages of DSM-III Outweigh its Advantages) George Vaillant, profesor de psiquiatría de la Escuela Médica de Harvard, manifestó que el DSM-III representaba “una serie de decisiones atrevidas basadas en suposiciones, preferencias, prejuicios y expectativas”.
Tal y como señala Marcia Angell, en la revisión que hace de la obra de Carlat en la publicación de The New York Review of Books: “el
DSM no sólo se había convertido en la biblia de la psiquiatría, sino,
al igual que la Biblia de verdad, dependía en gran medida de algo
parecido a la revelación”. No hay citas de los estudios científicos que apoyan las decisiones. Esto es una omisión sorprendente,
ya que en todas las publicaciones médicas, ya sea artículos de revistas
o libros de texto, se supone que las afirmaciones están apoyadas en las
citas de estudios científicos publicados (….). El problema con el DSM
es que en todas sus ediciones ha reflejado simplemente las opiniones de
sus autores”.
A medida que la psiquiatría se convirtió
en una especialidad basada en la administración de fármacos, la
industria farmacéutica no tardó en ver las ventajas de formar una
alianza con la profesión psiquiátrica, argumenta Carlat. Las compañías
farmacéuticas comenzaron a prodigar su atención y generosidad hacia este
colectivo, a través de reglaos, contratos como consultores y
conferenciantes, invitaciones a comidas, ayudas para asistencias a
congresos y conferencias…. Según los datos proporcionados por este
autor, alrededor de una quinta parte de la financiación de la
Asociación Americana de Psiquiatría proviene ahora de las compañías
farmacéuticas. Cuando en EE.UU. se implementaron “Las Leyes de
Transparencia” (Sunshine laws), que requieren que las compañías
farmacéuticas informen de todas las retribuciones realizadas a médicos,
se constató que los psiquiatras constituían el colectivo que más dinero
recibía en comparación con el resto de especialidades.
La razón principal para establecer esta
fuerte alianza con la psiquiatría radica, según Carlat, en que los
diagnósticos en salud mental, “son subjetivos y ampliables (….). A
diferencia de las enfermedades que se tratan en la mayoría de las otras
ramas de la medicina, no se dispone de signos objetivos o pruebas
clínicas de enfermedad mental (no hay datos de laboratorio o de
resonancia magnética) y los límites entre lo normal y lo patológico no
están claros. Esta circunstancia hace que sea posible ampliar las
fronteras del diagnóstico o incluso crear nuevos diagnósticos, algo que
sería imposible, por ejemplo, en un campo como el de la cardiología. Y
las compañías farmacéuticas están plenamente interesadas en persuadir a
los psiquiatras para promover precisamente esto”.
Cuando el DSM-III se publicó en 1980,
contenía un total de 265 categorías diagnósticas (frente a las 162 de la
edición anterior). El DSM-III fue sustituido por el DSM-III-R en 1987,
el DSM-IV en 1994, y la versión actual, el DSM-IV-TR (texto revisado) en
el año 2000, que cuenta con 365 diagnósticos. “Con cada edición posterior”, escribe Daniel Carlat, “el número de categorías de diagnóstico se multiplica,
y los manuales empiezan a ser más voluminosos y más caros. Cada manual
diagnóstico se ha convertido en un best seller de la APA, y el DSM
supone una de las principales fuentes de ingresos de la organización”.
El DSM-IV ha supuesto la venta de más de un millón de copias.
Y la carrera continúa, señala Carlat con preocupación. Actualmente se está desarrollando la quinta revisión del DSM,
cuya publicación está prevista para el próximo año. Al igual que con
las condiciones anteriores, parece que la amplia constelación de
trastornos mentales existente va a ser todavía mayor. En concreto,
además de nuevas categorías, los límites del diagnóstico se van a
ampliar para incluir a los precursores de las enfermedades, como por
ejemplo, “el síndrome del riesgo de psicosis” y “el deterioro cognitivo
leve” y el término “espectro” se va a utilizar para ampliar los casos
dentro de las categorías, a través de “los trastornos del espectro
obsesivo-compulsivo” o “los trastornos del espectro de la
esquizofrenia”. Incluso Allen Frances, presidente del
grupo de trabajo del DSM-IV, se ha mostrado muy crítico con la expansión
del diagnóstico que está prevista en el DSM-V. En un artículo del
Psychiatric Times del 26 de junio de 2009, Frances escribió: “el
DSM-V será una bonanza para la industria farmacéutica, pero a costa de
un enorme sufrimiento para los nuevos pacientes falsos positivos que
queden atrapados en la excesiva amplia red del DSM-V“.
Esta misma semana, hemos tenido
conocimiento que el DSM-V también se ha propuesto convertir la timidez y
la rebeldía en nuevos trastornos mentales, lo que ha provocado la
oposición de miles de profesionales de la salud mental, que han iniciado
una campaña de recogida de firmas solicitando la anulación de estas
propuestas.
2. La psiquiatría: una profesión en crisis
Carlat realiza una dura crítica a la profesión de la psiquiatría, a la que califica como “una profesión en crisis”,
desmitificando la figura de este profesional. Al igual que la mayoría
de otros psiquiatras, Carlat basa su intervención en proporcionar
tratamiento farmacológico, no psicológico, y es sincero acerca de las
ventajas de esta manera de proceder: permite ver a más pacientes en
menos tiempo, aumentando el rendimiento económico.
Por otro lado, Carlat no considera que la psicofarmacología sea especialmente complicada, y mucho menos precisa,
aunque al público se le hace creer que los psiquiatras son unos
expertos científicos: “Esta concepción exagerada de nuestras capacidades
ha sido alentada por las compañías farmacéuticas, por los mismos
psiquiatras y por las expectativas de nuestros pacientes”, defiende.
Según manifiesta Carlat, el trabajo de los psiquiatras consiste en
realizar una serie de preguntas a los pacientes sobre sus síntomas para
ver si encajan con alguno de los trastornos mentales del DSM. Este
ejercicio de correspondencia, añade, ofrece “la ilusión de que
entendemos a nuestros pacientes, cuando lo único que estamos haciendo es asignarles etiquetas“.
A menudo, los pacientes cumplen los criterios para más de un
diagnóstico, ya que hay una superposición de síntomas. “Abordamos los
síntomas principales con tratamiento farmacológico, y otros fármacos se
suceden para tratar los efectos secundarios”, por lo que, tal y como
observa Carlat en su quehacer diario, un paciente típico acaba tomando
un antidepresivo para la depresión, otro fármaco para la ansiedad, otro
para el insomnio, otro para la fatiga (que se manifiesta como efecto
secundario del antidepresivo) y otro para la impotencia (también un
efecto secundario del antidepresivo).
En cuanto a los propios medicamentos,
Carlat escribe que en el amplio espectro de psicofármacos “sólo hay un
puñado de categorías paraguas”, dentro de las cuales los medicamentos no
son muy diferentes los unos de los otros. Carlat afirma que no hay
ninguna razón de fuerza mayor para elegir entre unos y otros. “En un
grado notable, nuestra elección de los medicamentos es subjetiva,
incluso al azar”. Y, concluye: “Tal es la psicofarmacología moderna:
guiados exclusivamente por los síntomas, probamos con diferentes
fármacos, sin una concepción real de lo que estamos tratando de
arreglar, o de cómo los medicamentos están funcionando. Me asombro
constantemente de que resultemos tan eficaces para tantos pacientes”.
3. Las consecuencias del frenesí de los diagnósticos psiquiátricos
Si bien Carlat considera que los psicofármacos pueden resultar efectivos en algunos casos, se opone firmemente al uso excesivo y abusivo
que se hace de ellos y a lo que él llama el “frenesí de los
diagnósticos psiquiátricos”. Como él mismo dice, “si le preguntas a
cualquier psiquiatra en la práctica clínica, incluyéndome a mí, si los
antidepresivos funcionan en sus pacientes, se escuchará un equívoco: sí.
Vemos que la gente está mejorando todo el tiempo”. No obstante, Carlat
se pregunta posteriormente si lo que realmente está sucediendo podría
ser resultado de un efecto placebo activo (como ha demostrado Irving
Kirsch con su línea de investigación) y añade: “si los
psicofármacos no son tan buenos como parece – y la evidencia señala que
no – ¿qué pasa con los propios diagnósticos? A medida que se multiplican
con cada edición del DSM, ¿qué vamos a hacer con ellos?“.
A Carlat le preocupa, por encima de todo, el incremento de diagnósticos psiquiátricos en la infancia,
donde algunos trastornos aparecen y desaparecen influidos más bien por
modas pasajeras que por datos avalados por la evidencia, lo que ha
provocado que hoy en día sea extremadamente difícil encontrar a un niño
de dos años “que no sea irritable a veces”, o un niño de quinto curso
“que no presente algún problema de atención”. No obstante, la gravedad
de la situación radica en la consecuencia directa de este frenesí de
diagnósticos psiquiátricos a estas edades: la consiguiente prescripción
de fármacos en niños, algunos de ellos con efectos devastadores.
“La industria farmacéutica influye en los psiquiatras a la hora de
recetar psicofármacos, incluso para los grupos de pacientes en los que
los medicamentos no han demostrado ser seguros y eficaces”, señala
Carlat con consternación.
En definitiva, la obra de Carlat supone una crítica abierta al uso indiscriminado de psicofármacos,
que, según analiza Carlat, está impulsado en gran medida por las
maquinaciones de la industria farmacéutica. Su genuino punto de vista,
como psiquiatra y parte activa del sistema, invita a la reflexión sobre
el modo de proceder actual en la intervención en salud mental. Al igual
que las conclusiones de otros oponentes al modelo bioquímico aplicado a
la enfermedad mental, y que hemos visto estos días (como Irving Kirsch y
Robert Whitaker), sus argumentaciones, apoyadas en datos, no dejan
indiferente al lector y representan acusaciones de gran alcance sobre la
forma de proceder de la psiquiatría y del peligroso poder que ha
alcanzado la industria farmacéutica en el campo de la salud mental.
Tal y como comenta la periodista Marcia Angell, en su artículo The Illusions
of Psychiatriy (Los engaños de la psiquiatría), a la luz de las
reflexiones aportadas por I. Kirsch, D. Carlat y R. Whitaker: “nuestra
dependencia de los psicofármacos, al parecer para todos los sufrimientos
de la vida, tiende a cerrar otras opciones. En vista de los riesgos y
de la cuestionable eficacia a largo plazo de los psicofármacos, tenemos
que hacerlo mejor. Por encima de todo, debemos recordar el honorable
principio de los médicos: ante todo, no hacer daño (primum non nocere)”.
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