EL PAIS – 18/12/2011
La crisis, las prisas, la presión, la autoexigencia.
Las amenazas, reales o magnificadas por la percepción de cada uno, se
multiplican y nos acechan. La ansiedad es necesaria. Pero nuestro mecanismo de
defensa frente al peligro puede volverse contra nosotros. ¿Por qué estamos al
borde de un ataque de nervios?
Elena se despierta sobresaltada. No
ha tenido pesadillas, o no las recuerda. Mira el reloj: las cuatro y cuarenta y
cinco de la madrugada. La misma hora que ayer, y antes de ayer, y todas las
noches desde hace una semana. El corazón acelerado, un sudor frío brotándole de
súbito, el estómago en la boca. No se alarma, no demasiado. Sabe lo que no le
pasa. No le va a dar un ataque al corazón, no se va a morir, no en este
momento. La primera vez que le sucedió algo así "pero a lo bestia",
hace un par de años, poco después de la traumática muerte de su padre, se
asustó tanto que su marido, que ahora duerme como un tronco a su lado, la llevó
a urgencias del hospital Príncipe de Asturias de Alcalá de Henares, a 10
minutos de su casa, creyendo que le estaba dando un infarto. En absoluto.
Después de que un internista descartara tal posibilidad, Elena acabó con un
ansiolítico debajo de la lengua y un diagnóstico rápido del psiquiatra de
guardia que posteriormente confirmaría el psicólogo privado al que acudió
durante todo el año siguiente: ataque de pánico compatible con trastorno de
ansiedad generalizada.
Miedo.Estamos asustados.
Individual y colectivamente. La paradoja es que si no estuviéramos ansiosos,
estaríamos muertos.
La ansiedad prepara al organismo
para atacar, esconderse o huir de un depredador. El problema es cuando el
'tigre' es la vida.
Días convulsos. Llevamos
meses, años incluso, leyendo titulares apocalípticos en los medios. No es de extrañar
que estemos atacados.
Ayudas artificiales. El
consumo de ansiolíticos se ha duplicado en la última década. Algunos relacionan
la ansiedad con ciertas adicciones.
Hay quien necesita presión para
rendir al máximo. El problema no es la ansiedad, sino la respuesta de cada uno
ante ella.
"Son trastornos comunes por
lo frecuentes, pero no siempre leves", dice un psiquiatra. La ansiedad
puede causar mucho dolor.
Nerviosas. Ellas sufren más de
angustia que ellos. Hay entre dos y tres mujeres con trastornos de ansiedad por
cada varón .
La inquietud y la zozobra siempre
han sido material inspirador de primer orden para el arte. "El hombre es
angustia", dijo Sartre.
Desde entonces, Elena, de 42 años,
casada y madre de dos hijos, está aprendiendo a vivir con su angustia. Hija
modelo, hermana mayor, trabajadora perfeccionista, madre clueca, se recuerda
siempre preocupada por todo y por todos. Pero desde aquel "clic" que
ella atribuye al fallecimiento de su padre y su consiguiente "quiebra
emocional", la preocupación se le fue de las manos. Aún tiene rachas.
Aunque se reconoce nerviosa a menudo, mantiene su inquietud a raya a base de
disciplina. Pero un revés familiar, una mala noticia, un apretón de trabajo
como el que le cayó hace una semana puede volver a desencadenarle
"yuyus" como el descrito.
Momentos en los que siente que no llega, que algo malo va a suceder, que no puede con su vida. Por
eso ya no se asusta. Ni recurre a los comprimidos de benzodiacepinas que le
prescribió el psiquiatra. Sabe que si aguanta el tiempo suficiente controlando
la respiración, cerrando los ojos, tratando de pensar en otra cosa, el sudor
remitirá, pasarán las náuseas, el corazón volverá a su ritmo. Puede que hasta
le dé tiempo a echar una cabezada hasta las siete, hora en la que tendrá que
levantarse, llevar a sus hijos al colegio y empezar su jornada de 10 horas en
una agencia de publicidad. Elena padece de ansiedad, el trastorno mental menor
más común -entre un 15% y un 20% de la población, mujeres en una proporción de
dos tercios, lo sufrirá en algún momento de su vida, según la OMS-, y la va
capeando como puede, como tantos. La diferencia es que ella lo sabe porque un
día su inquietud la puso contra las cuerdas y pidió ayuda. Otros ni siquiera le
ponen nombre ni remedio a su sinvivir.
Al borde del abismo. Días de
vértigo. Presión insostenible. Cumbres de infarto. Tiempos convulsos. Llevamos
meses, años incluso, leyendo a diario sentencias apocalípticas en los medios a
propósito de la situación de las empresas, los Gobiernos, los países, la
humanidad entera. No es de extrañar que muchos estén al borde de un ataque de
nervios.
Estamos asustados. Individual y
colectivamente. El 45% de los trabajadores tienen miedo a perder su empleo y
más del 80% creen que las cosas no mejorarán en un futuro próximo, según el
estudio Los españoles y la enfermedad del miedo, publicado por la
Fundación Pfizer en 2010. El doctor Enrique Baca, especializado en psiquiatría
y neurología, alertó en la presentación del mismo de que ese miedo puede llevar
a las personas y a la sociedad a la ansiedad y la parálisis. La paradoja es que
si no estuviéramos ansiosos, estaríamos muertos.
La ansiedad es un mecanismo de
defensa de los seres humanos frente al peligro. El sistema de alerta cerebral
que activa el organismo para encarar las amenazas y que nos ha permitido
sobrevivir como especie desde hace milenios. Imaginemos a un hombre primitivo
que presiente que un depredador -pongamos un tigre- viene a por él. Sus
sentidos se agudizan, su corazón se acelera, sube su presión arterial. Su
cuerpo se prepara para atacar al enemigo, esconderse o huir. Eso es ansiedad.
La ansiedad buena. La que nos salva la vida cuando vemos que el coche de
delante frena y hace que nosotros también frenemos en milésimas de segundo para
evitar el choque. La que nos permite pensar y actuar más rápida y
eficientemente cuando el tiempo apremia.
"El problema es cuando no hay
tigre", explica el psiquiatra Alberto Fernández-Liria, jefe del servicio
de salud mental del hospital de Alcalá de Henares. "O cuando el tigre es
un gato como salir a la calle, acudir al trabajo, conocer gente, lidiar
con los problemas del día a día, enfrentar la vida cotidiana. No vivimos en la
selva, la estrategia tiene que ser diferente. La ansiedad normal se convierte
en patológica cuando nos anula, nos paraliza, nos causa más problemas de los
que nos quita".
Fernández-Liria tiene prohibido a su equipo decirle a ningún paciente "a usted no le pasa nada"
o "lo suyo es de la cabeza" cuando acuden a urgencias con una crisis
de pánico como la de Elena. "Claro que les pasa algo: tienen taquicardia,
contracciones musculares que pueden ser dolorosísimas, sienten que les falta el
aire, se creen morir. Hay que explicarles que su cuerpo se ha preparado para
salir por patas porque percibe un peligro que puede ser o no real. Decirles qué
les sucede suele tranquilizarles bastante. Después viene el abordaje
terapéutico, que no es tan simple. El objetivo es que el afectado cambie ese
mecanismo, que aprenda a poner las cosas en su sitio. No se trata de no tener
ansiedad, sino de saber manejarla".
"Digamos que hay personas con
el dispositivo de alarma defectuoso. Se les dispara solo o ante situaciones que
no lo requieren. Su percepción del peligro es errónea. O no lo hay o, si lo
hay, lo magnifican. Solo cuando eso interfiere gravemente en su vida cotidiana
podemos hablar de trastorno de ansiedad", ilustra Enrique Echeburúa,
catedrático de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco. Según
Echeburúa, hay muchos más ansiosos crónicos de los que creemos. "Hasta el
80% de las personas son lo que los anglosajones denominan worriers, algo
así como agonías o sufridores. Gente que está siempre en vilo,
que cree que algo malo está al caer, que se preocupa por todo y piensa que si
no se preocupa es peor. Son personas que nunca disfrutan del todo, vale, pero
también pueden ser magníficos padres y profesionales, siempre hipervigilantes,
pendientes de todo. Mientras se soportan a ellas mismas y no les hacen
imposible la vida a los demás y les rechazan, van tirando. Otros se acaban
rompiendo. El límite entre lo normal y lo patológico es muy particular. Ya dijo
alguien que enfermo es aquel que va al médico".
Los sufridores que traspasan ese
límite, como Elena, padecen el llamado trastorno de ansiedad generalizada
(TAG). Es el más prevalente del conjunto de patologías ansiosas, que también
incluye el trastorno de pánico -cuando los ataques se cronifican-, los
trastornos fóbicos (agorafobia, fobia social), los trastornos
obsesivo-compulsivos, el trastorno de estrés postraumático y los trastornos
adaptativos ante acontecimientos vitales. "Son enfermedades comunes, por
lo frecuentes, pero no siempre leves", advierte el psiquiatra Fernández-Liria,
que alerta del peligro de "patologizar el sufrimiento normal, pero también
de despreciar el dolor que genera". La ansiedad puede causar mucho
sufrimiento. Y no solo al que la padece.
"Me gustaría llamar la atención
a los que, como yo, no entendemos qué lleva a los afectados de la pandemia del
siglo XXI (ansiedad, ataques de pánico, estrés) a tener que consumir
medicamentos como el diazepán y el tranquimazín. Necesitamos que se conozca
este problema. Yo lo padezco de otra manera: veo a mi esposa y madre de mis
tres hijos casi siempre ausente, con perennes ganas de llorar y sintiéndose un
estorbo para la familia. Solo quiero que sepáis que la familia y los amigos
estamos ahí para daros la mano y salir juntos". Hace unas semanas,
Fernando envió esta conmovedora carta al director de EL PAÍS bajo el título De
diazepanes y tranquimazines. Le llamamos una tarde pocos días después de
salir publicada. Nada más descolgar el teléfono accedió, agradecido, a contar
por qué la escribió. Se oía de fondo un barullo de niños pequeños. Hoy es
fiesta y Fernando, de 33 años, está en casa cuidando de sus tres hijos de entre
5 y 2 años. Su esposa, Blanca, de 31, está ahora mismo ingresada en una clínica
madrileña. "Están intentando ajustarle la medicación porque tiene la
ansiedad descontrolada, una dependencia brutal de las pastillas y es un peligro
para sí misma", dice Fernando ya en la cafetería donde comparte su
historia.
Desde fuera, Blanca y Fernando forman una pareja feliz. Jóvenes, con buenos empleos, un matrimonio urbano
con los agobios típicos de un trabajo exigente y la crianza de los hijos.
Dentro viven un infierno. Hace tres años que ella empezó a sufrir ataques de
pánico y una angustia creciente a la hora de coger el autobús, acudir al
trabajo, salir a la calle. Ella achaca sus problemas al estrés laboral y
doméstico y a sus relativas dificultades económicas. "Nos metimos en una
hipoteca importante, nacieron los gemelos, se multiplicaron los gastos, digamos
que estamos mejor que muchos, pero vamos justos", rebaja Fernando. Blanca
acudió a su médico de atención primaria, que le recetó ansiolíticos -las
benzodiacepinas son el medicamento más utilizado- para mitigarle la ansiedad y
le prescribió una baja laboral que se alargó cerca de dos años ante la creciente
impaciencia de Fernando. "No lo entendía. Yo también tengo estrés, más
caña que a mí no le meten a nadie. La veía encerrada en casa y me parecía un
síntoma de pura debilidad. Le decía: 'Blanca, espabila, que te van a poner en
la calle'. Ahora me arrepiento de mi ignorancia".
Después de un periodo de mejoría en
el que ella misma se fue rebajando la dosis de ansiolíticos hasta prescindir de
ellos, Blanca volvió a trabajar. Pero a principios de este verano volvieron los
nervios, las palpitaciones, las crisis. La visita al médico de cabecera. Los
ansiolíticos tomados sin más control que su voluntad, cada vez más mermada.
Hasta que, a la vuelta de vacaciones, el jefe de Blanca llamó a Fernando. Su
esposa se había desplomado en la oficina. La trasladan en ambulancia al
hospital. Allí, Blanca le confiesa a su marido que se ha tomado un puñado de
pastillas. "No quiero morir, solo tengo mucho dolor dentro y quiero que se
me pase", le dijo. "Se te cae el mundo encima", resume hoy él.
Desde entonces se le ha caído otras cuatro veces. Las mismas que Blanca, otra
vez de baja en casa, ha vuelto a sobremedicarse con sus benzodiacepinas a pesar
del control al que la someten sus familiares. Después de la última, la
psiquiatra de urgencia aconsejó su ingreso voluntario en una clínica para
"desintoxicación y ajuste farmacológico", según reza en el informe.
Lleva allí 10 días. "Cuando salga, dicen que la derivarán a un psicólogo
para ver dónde está la raíz de lo que le ocurre", dice Fernando. ¿No
tendría que haber sido al revés?
Los 'ansiosos' que piden ayuda suelen hacerlo, en primera lugar, a su médico de cabecera. La Sociedad
Española de Medicina de Familia estima que uno de cada tres pacientes acude a
consulta con síntomas relacionados con problemas de salud mental. No necesariamente
expresan inquietud o tristeza. Les duele la cabeza, la espalda, el estómago;
tienen insomnio, problemas dermatológicos, infecciones, inapetencia o hambre
desaforada; están fatigados física y mentalmente, se encuentran mal. Son lo que
los expertos llaman somatizaciones de los males del alma. "El
organismo se resiente de la sobrecarga a la que lo somete el proceso de
activación constante de la ansiedad, y el cuerpo se queja", ilustra el
catedrático de Psicología Antonio Cano Vindel, presidente de la Sociedad
Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés (SEAS), que estima que
esos, digamos, efectos secundarios de la ansiedad no tratada no solo merman la
calidad de vida, sino que pueden acortarla.
De la aptitud y la actitud del
facultativo depende un buen diagnóstico y abordaje del afectado. El catedrático
de Psiquiatría y director del Instituto de Atención Psiquiátrica del Hospital
del Mar de Barcelona, Antoni Bulbena, coautor de la Guía para el manejo de
pacientes con trastornos de ansiedad en atención primaria, opina que el
tratamiento ideal combina la terapia farmacológica con la psicológica y la
ambiental. "La medicación es útil en los casos agudos, pero abordar el
problema solo con fármacos puede ser absurdo; igual que solo con psicoterapia
en según qué casos. Cada paciente es distinto, pero al final se trata de que
sepa qué le pasa, lo entienda, y aprenda estrategias y herramientas para
manejarse en su ambiente". "Eso es fácil decirlo", responde una
médico de familia acostumbrada a verle la cara a la ansiedad al otro lado de su
mesa de consulta. "Pero solo tenemos cinco minutos por paciente, si llega;
los servicios públicos de salud mental, salvo para casos graves, tienen unas
listas de espera tremendas, y el paciente te pide desesperadamente un
alivio". En esas circunstancias, la prescripción de ansiolíticos y
antidepresivos es el recurso más factible -y barato: un psicólogo privado
cuesta en torno a 90 euros la sesión-, cuando no el único para
proporcionárselo. Otra cosa son los efectos no deseados.
El consumo de ansiolíticos se ha duplicado en la última década. El 16% de los españoles ha tomado
algún psicofármaco en el último año, según el presidente de la SEAS. De las
900.000 personas que consumen hipnosedantes, según el Plan Nacional de Drogas,
entre 600.000 y 700.000 son mujeres. Factores hormonales, la doble jornada
laboral y doméstica y la mayor propensión a pedir ayuda son los aspectos que
citan los expertos para explicar la prevalencia femenina de la ansiedad. Esos
mismos expertos no son unánimes a la hora de calificar ese nivel de consumo de
fármacos. Unos, como el psiquiatra Bulbena, estiman que hay muchos más casos de
ansiedad no diagnosticados ni tratados que de consumo innecesario de
medicamentos. Otros hablan de automedicación, uso inadecuado o abusivo. Y
otros, como los psicólogos Cano Vindel o Juan José Legarda, directamente de
adicción.
Legarda dirige Tavad, un centro
especializado en adicciones radicado en Madrid donde desintoxica y rehabilita a
alcohólicos, cocainómanos y también a adictos -"sobre todo adictas"-
a las benzodiacepinas. "Es la droga de las mujeres", sostiene. ¿Por
qué? "Porque es legal, porque se la receta el médico, porque es muy
efectiva al principio. Pero cuando pasan sus efectos, si no se cambia la manera
de gestionarla, la ansiedad sigue ahí. Y se vuelve a tomar pastillas para
aliviarla, y cada vez se necesitan más, y al final se puede confundir la
ansiedad propia con la de la abstinencia, y no es difícil caer en el círculo
vicioso de la adicción". Según Legarda, la ansiedad y las adicciones están
íntimamente relacionadas. "La mayoría de la gente no es feliz la mayor
parte del tiempo. La clave es cómo manejar ese malestar. Unos tiran de
determinación. Pero hay personas con ansiedad que buscan y encuentran refuerzo
en cosas que les calmen: la comida, los medicamentos, el alcohol, y algunas
caen en la adicción".
Pablo ha conducido hoy 300 kilómetros desde un pueblo de provincias hasta Madrid para acudir
a la consulta semanal con su terapeuta de Tavad. Lleva tres meses siguiendo el
programa de un año -5.000 euros, incluido tratamiento hospitalario,
farmacológico y psicoterapéutico- que ofrece este centro para librarse de la
dependencia, en su caso, del alcoholismo. Pablo, empresario de ocio, de 34
años, casado y con una hija de 3, se reconoce "ansioso" desde que
recuerda. No hace falta que lo jure: habla a borbotones, se retuerce las manos,
tiene las uñas mordidas hasta los codos. Pero desde que faltó su padre cuando
él tenía 28 años y se tuvo que hacer cargo del negocio familiar, su ansiedad se
exacerbó. Tuvo varias crisis de pánico, en las que acababa en urgencias, sin
decidirse a usar - "por miedo a los efectos secundarios"- los
ansiolíticos que le recetaban y sin tomar ninguna medida especial al respecto.
Sí acudió, sin embargo, a otros remedios.
"Siempre fui un bebedor social.
El alcohol forma parte de mi vida: lo vendo, lo sirvo, invito y me dejo invitar
por trabajo. Pero empecé a beber más y más a menudo para evadirme de la
presión, para relajarme de mí mismo. Hasta que empezaron los problemas con mi
mujer y atisbé lo que me esperaba si seguía así. He visto a muchos acabar mal,
y yo no quiero: por eso estoy aquí", explica. Más allá de controlar su
alcoholismo, aquí le están enseñando a manejar la ansiedad generalizada que le
ha diagnosticado el psicólogo y que le lleva a beber. Está en ello. "Ni
quiero ni puedo cambiar de vida, entre otras cosas porque tengo varias familias
que dependen de mí. Tampoco puedo darle la vuelta a mi naturaleza. Así que se
trata de vivir con esto. Es como un amigo íntimo y pesado con el que tienes que
aprender a llevarte bien".
Hace tiempo que la diseñadora de
moda Ana Locking, de 41 años, aprendió a bregar razonablemente bien con la
inquietud. Lo cuenta en su showroom madrileño, una pieza minimalista sin
más ruido ambiental que algunas piezas escogidas de su última colección.
En ellas, un alegre estampado liberty da paso, según se desciende en la
longitud de la prenda, a una barahúnda de bichos -termitas, escarabajos,
hormigas- que a la vez alimenta y corroe los tallos y las raíces de las flores.
"Mis colecciones son en cierto modo autobiográficas", confiesa. En
esta, llamada Under Beauty, Locking quería mostrar lo que la belleza esconde.
"Que debajo del glamour de la moda, y de la vida, puede haber
podredumbre, caos y dolor. Esta profesión no ayuda a sobrellevar la inquietud.
Cada vez más exige resultados: éxito, notoriedad, cuatro y cinco colecciones
por temporada. Así, creadores tan brillantes como John Galliano, Marc Jacobs o
el desgraciado caso de Alexander McQueen se han roto, literalmente, en el
camino".
Ana también se quebró hace 11 años.
Trabajaba 16 horas diarias. Empezaba con su marca de bisutería, vendía en los
mejores establecimientos del mundo, ella lo hacía todo. "Hasta que mi cuerpo
petó. Tuve una crisis de ansiedad conduciendo. Bueno, eso lo supe
después. Lo que sentí es que me iba a morir allí mismo". No murió. Volvió
a casa de su madre. Estuvo un año con medicación ansiolítica y antidepresiva, y
año y medio yendo al psicólogo. "Aun después de haberlo dejado, estuve
meses con el lexatín en el bolso por miedo a que me volviera a pasar. Pero lo
que de verdad me ayudó fue la psicoterapia. Me enseñaron a conocerme, a saber
que tengo días buenos y malos, a dominar mi mente y mi cuerpo, que las
tragedias laborales no matan, que si se cuelga el ordenador, ya volverá. Ahora
soy más fuerte".
Locking, como cualquiera, sabe de colegas de profesión que tiran de orfidal, lorazepam o valium para
soportar la ansiedad de los desfiles, los viajes, la vida. Pero para sufrir de
ansiedad no hace falta tener oficios glamurosos ni particularmente estresantes.
Es peor no trabajar en absoluto queriendo hacerlo. Los parados tienen un 2,2%
más de trastornos de ansiedad que los ocupados, según el Estudio Epidemiológico
de Trastornos Mentales en Europa de la OMS.
Todos conocemos también a personas
que necesitan cierta ansiedad para rendir al máximo. Son los que tienen
que tomarse cuatro cafés, o coca-colas, o esas bebidas energéticas tipo
Red Bull que proliferan últimamente en las máquinas de las oficinas, para
ponerse a punto. Gente que funciona mejor bajo presión. El doctor Carlos
Tejero, vocal de la Sociedad Española de Neurología, tiene una explicación.
"Cierto nivel de ansiedad es bueno para el rendimiento. Lo vemos cuando se
la provocamos a una persona a la que le estamos haciendo un TAC. Se
activan determinadas áreas del cerebro como las de asociación, aumenta la
sincronía entre las conexiones neuronales, se está más alerta. El problema
viene cuando se traspasa ese nivel de ansiedad, o cuando el sujeto no canaliza
bien la respuesta. No sabemos qué pasa en el cerebro de los ansiosos
patológicos", admite, "entre otras cosas porque no podemos meterlos
en el tubo del TAC".
La inquietud, la incertidumbre, la zozobra siempre han sido material creativo de primer
orden. Ahí está El libro del desasosiego, de Pessoa. "El hombre es
angustia", llegó a decir Sartre. La filósofa Victoria Camps, autora del
ensayo El gobierno de las emociones, cree que "aunque los estados
de ánimo son individuales y no sociales, podemos decir que ahora mismo estamos
inmersos en la ansiedad. La sufrimos todos. Los mayores y los jóvenes, que han
sido educados para el éxito y ahora se encuentran con que todo es adversidad.
Hasta los políticos, si son responsables, están afectados. Pero esta puede ser
también una oportunidad. Hay que cambiar las cosas. Hay que transformar ese
sentimiento de parálisis en acción. Y tenemos que hacerlo entre todos".
Mientras, las consultas siguen
llenas. "Todos los trastornos de psicología menor tienen que ver con la
ansiedad, y el resto son chorradas como lo del síndrome posvacacional",
corrobora Antonio Espino, jefe de los servicios de salud mental de Majadahonda.
El éxito de los profesionales es relativo. "En Reino Unido han medido la
eficacia de la terapia. El 65% de los pacientes dice haber mejorado tras un
tratamiento farmacológico y terapéutico, pero solo hay un 30% de remisión. No
es para tirar cohetes", admite Fernández-Liria, que suele decirles a sus
pacientes: "Tu cuerpo se ha preparado para correr: pues corre". La
actividad física, la meditación, las aficiones, la vida social, los manuales de
autoayuda. Todo sirve para no pensar o no pensar tanto en un problema que
afecta no solo a quien lo sufre. "Los deprimidos son deprimentes y los
ansiosos nos ponen de los nervios, pero necesitan nuestro apoyo".
Ya se lo dijo la psiquiatra de guardia a Fernando cuando este le preguntó
por la razón de la sinrazón que lleva a su esposa a atiborrarse de
ansiolíticos. "Nadie sabe lo que es el infierno hasta que no lo tiene
dentro".
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