Nada es bueno ni malo. Todo es como es.
Isabel S. Larraburu, autora del libro Atención Plena, psicóloga, licenciada por la Universidad de Barcelona.
Si
quieres conocer tu vida pasada, contempla tu estado presente; si
quieres conocer tu vida futura, contempla tus acciones presentes.
PADMASAMBHAVA.
Puedes
seguir siendo cristiano, judío, musulmán o hindú. Para ser un meditador
no tendrás que cambiar de religión ni hacerte monje budista. Es el
destino de todos nosotros enfrentarnos a la realidad de la enfermedad
universal del sufrimiento. Y como es una dolencia universal, el remedio
ha de ser universal, no un recurso sectario para unos pocos. Cuando
sentimos ira, no se trata de una ira budista, hinduista o cristina. La
ira es ira para todos los seres. Cuando de resultas de esta ira nos
sentimos agitados, la agitación no es una agitación cristiana, judía o
musulmana. Si bien es cierto que nos referiremos con frecuencia a la
filosofía budista e incluso a aspectos espirituales de la meditación, es
importante que quede bien claro que la meditación atenta es un proceso
psicológico, un entrenamiento mental que persigue el desarrollo de una
nueva manera de percibir la realidad. Con ella se aprende a mirar a
través de la niebla del autoengaño, los prejuicios, los conceptos y todo
aquello que obstaculiza el conocimiento desnudo de las experiencias
vitales. La idea primordial es ver las cosas correctamente y ser libres
para ser, sin sentirnos influidos por situaciones externas ni internas.
Poder mirar, observar y entender con maestría. Llegar a comprender los
hechos, a uno mismo y a los demás de un modo real. Esto implica no
imponer las ideas particulares sobre la vida, ya que si nos fundamos en
nuestras propias definiciones, percibiremos todo de acuerdo a esas
categorías y no entenderemos la realidad. Ver las cosas y a las personas
desde nuestros conceptos previos comporta el riesgo de distorsionar lo
que es real.
La
meditación atenta es una actividad viva, empírica y experimental; no
teórica ni sectaria. La autoobservación puede ser practicada por
cualquier persona sin exclusiones.
Según
la filosofía budista, el ser humano parte de una insatisfacción básica
que va esquivando con la persecución del placer y la evitación del
dolor. Mientras hace estos malabares nunca logra serenarse porque la
vida es un cambio constante: todo lo que se inicia se termina, todo lo
que surge desaparece, pero también hay que saber que todo lo que se
extingue vuelve a florecer de otra forma. Para que haya nacimiento tiene
que haber algún tipo de muerte. Es habitual resistirse a esta realidad
porque no terminamos de hacernos a la idea de que todo está sometido a
un flujo imperturbable. Si hay algo que es permanente en nuestra
existencia, es el flujo, el cambio. Únicamente. Es una ley universal.
Los
mecanismos típicamente humanos para seguir la tortuosa carretera de la
vida son intentar congelar las imágenes de los momentos "buenos" y
escapar de aquellos que consideramos "malos". Pero, ¿de qué deducimos
que son buenos o malos? De la idea preconcebida de que unas cosas tienen
que suceder y otras no. De la no aceptación de la realidad tal como es.
De no querer aceptar que lo "malo" existe y de desear que solo ocurra
lo "bueno".
Pero
aunque nos rebelemos contra esto, los ideales no son más que teorías y
conceptos y la vida es bastante más compleja que los "diseños" y
"planos" que solemos fabricar. La vida es caleidoscópica, y cuanto antes
lo aceptemos, mejor iremos. De ahí que el budismo hable del apego o
aferramiento como causa del dolor. Aquello que consideramos "malo" lo
negamos, lo rechazamos y no queremos verlo. Defendemos la ilusión
engañosa de que podemos escapar de algo que está dentro de nosotros,
como la tristeza, la rabia o los celos. De la resistencia que ejercemos
ante las propias emociones surgen la frustración y la infelicidad.
¿Y
los momentos neutros? Esos se suelen ignorar por completo en el vértigo
de los acontecimientos. Se suele saltar de objetivo en objetivo sin
mirar la carretera. ¿Para qué fijarnos en las flores del camino si
estamos persiguiendo un codiciado estímulo que anticipamos que nos dará
intenso placer? ¿Para qué detenernos en la pena de la pérdida si nos la
podemos ahorrar con alguna distracción? Como resultado llevamos una
existencia patética que va de la tristeza a la euforia, pasando
inadvertidas casi el noventa por ciento de las experiencias. A partir de
nuestras opiniones y juicios negativos o positivos somos cautivos de
nuestros deseos o aversiones, huyendo del látigo y tratando de alcanzar
la zanahoria.
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