martes, 3 de septiembre de 2013

Observar sin reaccionar

Observar sin reaccionar

Isabel S. Larraburu, autora del libro Atención Plena, psicóloga, licenciada por la Universidad de Barcelona.
 
El objetivo de la meditación es la transformación personal. El yo que inicia la experiencia meditativa no es el mismo que la termina. La experiencia cambia el carácter mediante un proceso de sensibilización que nos hace más atentos a nuestros pensamientos, palabras y actos. Con ella la arrogancia se evapora, los antagonismos se secan y la mente se torna calmada y quieta. La vida se asienta. Por eso la meditación hecha correctamente nos prepara para afrontar las subidas y bajadas de la vida, reduce la tensión, el temor y las preocupaciones. Se calma la agitación y la pasión se modera. Las cosas empiezan a situarse en el lugar que les corresponde y la vida flota en vez de hundirse. Todo esto sucede por medio de la comprensión y el discernimiento.
 
La meditación agudiza el poder de concentración y raciocinio. Paso a paso se hacen claros los propios motivos y mecanismos subconscientes, la intuición se desarrolla, la precisión del pensamiento se afina y gradualmente se llega al conocimiento de las cosas y como son en realidad, sin prejuicios ni espejismos. ¿Y todo esto es razón suficiente para realizar el esfuerzo de meditar? En realidad, todo lo anterior solo son promesas escritas en un papel. Solo hay una manera de saber si la meditación vale la pena: aprender a hacerla correctamente y practicarla. Verlo por uno mismo.
 
HENEPOLA GUNARATANA
 
 
 
La meditación atenta tiene como objetivo la optimización gradual de la atención aplicada a todos los aspectos de la existencia. Actúa como un entrenamiento en sensibilidad que acentúa la receptividad y atempera la reactividad al proceso cambiante de la vida. Esto requiere que utilicemos todos los sentidos de un modo entregado y total, que nos hagamos conscientes de nuestros sentimientos y pensamientos y que dejemos que estos se manifiesten tal como vienen; que nos propongamos erosionar poco a poco nuestras respuestas condicionadas hasta liberar totalmente la mente. Hablamos de un camino racional y paciente.

Cuando se adquiere la capacidad de observar cualquier sensación sin reaccionar ante ella, la mente empieza instintivamente a franquear la realidad aparente del dolor hasta alcanzar su naturaleza sutil. Se empieza a entender que lo que es real son las vibraciones que se activan y cambian de forma a cada instante. Del mismo modo, se adquiere la conciencia de que todo evento es efímero y que a su final siempre surge algo nuevo. A esta única constante, que es el cambio, se la llama impermanencia en términos de la filosofía budista. Cuando finalmente se experimenta la realidad, la conciencia de que todo es fugaz permite apreciar la futilidad del apego y se alcanza la liberación del sufrimiento.
 
Entre las derivaciones secundarias de practicar la meditación atenta se encuentran la relajación mental y la extinción de las viejas reacciones atesoradas por la memoria. Observando con atención todo lo que ocurre y manteniendo la ecuanimidad se logra que las reacciones habituales acumuladas se vayan haciendo conscientes una tras otra y se vayan debilitando paulatinamente. Así es como la mente se reprograma a sí misma permitiéndose actuar con plena conciencia en lugar de reaccionar automáticamente frente a los acontecimientos vitales. Al observar de frente la escena, la reacción se atenúa. Limitándonos a advertir, sin más, la sensación que nos llega, esta no se intensifica, con lo cual impedimos que se acabe convirtiendo en el desasosiego propio del deseo y la aversión. Tampoco se transformará en una emoción intensa que pueda llegar a dominar la mente consciente. Una vez obtenido esto, la sensación decae y desaparece, permitiéndonos hacernos menos vulnerables y más impermeables al malestar.
 
Aunque al principio esta conciencia se logra solo por unos breves instantes, esos momentos son muy poderosos porque ponen en marcha un proceso irreversible hacia la serenidad. Poco a poco, con la práctica, los segundos se  convierten en minutos y los minutos en horas hasta que finalmente queda erradicado el viejo hábito de reaccionar y la mente permanece siempre en paz. Esta es la fórmula del equilibrio cuerpo/mente.
 
Existen infinidad de datos que nos pasan inadvertidos en el vivir diario. La práctica de la meditación atenta nos exige darnos cuenta de todo, incluso del hecho de que no estamos atentos. Algunos autores como Daniel J. Siegel, neuropsiquiatra y autor del libro The Mindful Brain, llaman a este fenómeno “atención a la atención” (awareness of awareness). La autovigilancia de nuestra percepción mediante la meditación atenta o atención plena conduce al descubrimiento personal, así como a un conocimiento más preciso de lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Es una investigación participativa por la cual observamos todo con precisión en el mismo momento en que está sucediendo. Pero para verlo todo sin engañarnos tenemos que “desaprender” prejuicios, teorías y estereotipos que interfieren la visión. También es necesario fijarnos en los automatismos que utiliza constantemente el cerebro cuando echa mano de los contenidos fácilmente disponibles de la memoria que hacen nuestra vida más cómoda. El neurocientífico Francisco Traver sostiene que “la meditación es más un desaprender que un aprendizaje mediante el cual puede alcanzarse una determinada maestría o excelencia. En realidad, meditar es una forma de conseguir llevar mente y cuerpo al mismo paso, alinearlos. No se trata de aprender a tocar el instrumento, sino de afinar ese mismo instrumento”.
 
Todo aquello que miramos con atención pasa por un filtro que nos ayuda a decidir libremente qué queremos desaprender. Para eso tenemos que contemplar todas las situaciones como si fuera la primera vez. Con mirada ingenua. Esto implica un esfuerzo porque, como hemos dicho antes, ignoramos muchos estímulos de nuestras experiencias y utilizamos bloques de datos solidificados en la memoria que se han ido transformando en objetos mentales. Esos bloques prêt á porter nos son útiles, sin duda, para procesar la información de un modo más rápido y no tener que buscar en la memoria numerosos detalles. Pero la contrapartida es que pensamos y actuamos de manera mecánica y preprogramada. Ni somos libres ni somos inteligentes. Usamos datos sin revisar, o copiamos ideas y soluciones de otros sin una validación puesta al día. Por eso, unos de los beneficios más importantes de la meditación es la habilidad de evaluar con agilidad y eficacia los hechos en cada momento, tal como se presentan. De este modo, nuestra preparación para cualquier adversidad puede ser inestimable, ya que la atención está entrenada para apuntar el foco y para conmutar con total precisión, concentración y eficiencia. Así, el primer paso es darnos cuenta de lo que hacemos al tiempo que lo hacemos, pausándonos y observando calladamente.
 
No es nuestro propósito la enseñanza de la técnica de meditación. Para quienes estén interesados cuenta la leyenda que el territorio de lo que actualmente es Myanmar, antigua Birmania, fue destinado desde los tiempos de Buda a guardar la Vipassana, considerada “gema preciada”. Se mantuvo intacta su técnica hasta que, después de dos milenios y medio, regresó a la India para difundirse desde allí a todo el mundo.
 
El industrial birmano laico N. S. Goenka, coincidiendo con la leyenda, comenzó a divulgar la práctica de la Vipassana en 1976. Aquejado de una incurable migraña, después de acudir a las mejores clínicas de todo el mundo, le recomendaron que probara una técnica de meditación que enseñaban algunos maestros birmanos. Catorce años después se convirtió en maestro de Vipassana y viajó a la India para enseñar esta técnica a sus padres y a un reducido grupo de amigos, quienes a su vez quisieron que sus propios familiares recibieran la misma instrucción de Goenka. Y allí comenzó la larga cadena que ha llevado a diseminar el Vipassana por el territorio indio y que ya ha comenzado a expandirse prácticamente por todo el mundo. Sus cursos se imparten en muchos países con una duración de diez días.

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